Truman Capote. El arpa de la hierba
Gracias al horno y al hogar de leña, la cocina estaba caliente como una estufa. Lo más que conseguía el invierno era helar por fuera los cristales de las ventanas con su azulado hálito glacial.
Si algún mago me ofreciera hacer realidad un deseo, le pediría una botella llena de las voces que resonaban en aquella cocina, de los murmullos y el crepitar del fuego, una botella llena a rebosar del olor dulce y mantecoso de la pastelería…
Más que una cocina parecía una acogedora sala de estar, con un felpudo de punto en el suelo y mecedoras, fotografías de gatitos en las paredes, macetas de geranios que florecían una y otra vez a lo largo del año y los peces de colores en su redonda pecera, sobre la mesa cubierta con un mantel de hule, asomando sus colas como estandartes por las puertas del castillo de coral.
Si algún mago me ofreciera hacer realidad un deseo, le pediría una botella llena de las voces que resonaban en aquella cocina, de los murmullos y el crepitar del fuego, una botella llena a rebosar del olor dulce y mantecoso de la pastelería…
Más que una cocina parecía una acogedora sala de estar, con un felpudo de punto en el suelo y mecedoras, fotografías de gatitos en las paredes, macetas de geranios que florecían una y otra vez a lo largo del año y los peces de colores en su redonda pecera, sobre la mesa cubierta con un mantel de hule, asomando sus colas como estandartes por las puertas del castillo de coral.
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